Esclavas Carmelitas

30 de mar de 20193 min.

Domingo Cuarto de Cuaresma 31 de Marzo

Lectura orante del Evangelio: Lucas 15,11-32

“Nuestros errores nunca dañan el amor que Dios nos tiene” (Papa Francisco). ‘Me pondré en camino, adonde está mi padre’. Un hijo se alejó del cariño del Padre. Le pidió la herencia y le dio por muerto. Pensó que fuera de él viviría mejor, pero el engaño le llevó a perder la dignidad y la identidad. Esto es el pecado. Pero al Padre no se le terminó el amor; la ausencia del hijo se lo acrecentó. Y un día, fruto de esas secretas decisiones del corazón, el hijo se puso en camino hacia el pan porque tenía hambre. Así se teje esta maravillosa historia de amor y libertad, perla preciosa de las parábolas, dicha por Jesús a los que murmuraban que fuera amigo de los pecadores y se sentara a comer con ellos. Nos ponemos en camino hacia ti, Padre. Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió, y echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo. El hijo en camino ya no recordaba el cariño del Padre, ya no le conocía. Pero el Padre salía cada mañana para mirar el horizonte, porque tenía el corazón trastornado por la ausencia de su hijo; a pesar de todo, no podía dejar de considerarlo como algo suyo. Y un día, el mejor de los días, lo vio de lejos, el corazón le dio un vuelco, se conmovió y corrió hacia él, porque el amor siempre ve más allá y corre más. El Padre supo esperar sin manipular la libertad del hijo, pero al encontrarlo lo levantó de la nada colmándolo de besos. Padre, ¿qué podemos decirte? Solo gracias. Gracias por tu ternura siempre a punto.

‘Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo’. Al entrar en el pecado, donde uno no es nada ni merece nada porque lo ha perdido todo, entró en la misericordia entrañable del Padre, donde todo vuelve a ser posible. Cuando nos dejamos mirar por ti, Padre, tu gracia nos hace nuevos. ‘Celebremos un banquete; porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado’. El Padre se lleva una alegría increíble y quiere gritar su alegría a todo el mundo; todo lo prepara como para una fiesta de bodas. No piensa más que en celebrar, en tirar la casa por la ventana. La misericordia se hace don, derroche. Y todo, porque su hijo ha vuelto a la vida. Lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado. El que gastó su vida se encuentra con las frescas mañanas de Dios entre las manos. El Padre es la personificación del amor. Abraza, besa. La compasión y la ternura son su rostro. Es el icono de la misericordia. Tiene para cada uno de sus hijos una mirada única. Bendito y alabado seas, Padre.

‘Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo… Deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido’. El que siempre ha estado dentro de la casa, se queda fuera. No sabe amar. Quien se cree bueno, clasifica y excluye. Quien tiene fe en el Padre no puede excluir a nadie de la fraternidad. ¿Se alegrará el hijo que se cree bueno? ¿Aprenderemos a vivir en comunidades acogedoras, con más ternura que recelo hacia los que buscan al Padre entre interrogantes y son buscados por él con una pasión de amor infinita? Gracias, Jesús, por esta gozada de Padre que nos has revelado.

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