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  • Foto del escritorEsclavas Carmelitas

Seguir al Señor es nuestro mayor tesoro

Renunciar a la propia voluntad para ponerla en manos de otro no es tarea fácil. Sólo se puede lograr a través de un ejercicio de fe y amor. El Señor nos ha llamado a seguirle y esto constituye nuestro mayor tesoro.


Es hermoso dar la vida por el Señor y por los demás; pero, a la hora de hacer concreto y efectivo ese seguimiento y esa consagración, encontramos muchas dificultades, especialmente porque estamos centrados en nosotros mismos, en nuestro ego; queremos ser independientes y obrar de acuerdo a nuestros propios criterios, los que hemos aprendido a lo largo de la vida.


Al llegar a la vida consagrada se nos pide que desandemos el camino por amor, y que desaprendamos lo que la sociedad de consumo en la que vivimos nos ha enseñado, para retomar el camino del despojo, la entrega, la renuncia por amor y la dependencia madura de la voluntad de Dios y de quienes le representan.


Mirando a san José y a la Virgen María entendemos cuál es el camino a seguir. Ellos escucharon la voz del Espíritu que les hablaba de forma sencilla y cotidiana desde la realidad que vivían, y  sentían lo que debían hacer. Ellos, habituados a la escucha de la voz del Señor, entendían lo que Dios les pedía a cada momento; no sin interrogantes y realidades no comprensibles; pero siempre confiaron en Él e hicieron lo que les mandaba. Ellos entendían lo que Dios quería para sus vidas.


El voto de obediencia está sintetizado en las palabras que María dirige a los sirvientes en las bodas de Caná de Galilea, cuando les falta el vino.  María, la madre de Jesús, con plena confianza y certeza de que su hijo sabría cómo ayudarles, les manda: “haced lo que él os diga” (Jn 2,5). Es eso lo que a diario nos corresponde vivir; pues la Madre nos invita cada día a vivir en constante, atenta, obediente y amorosa escucha; nos impulsa a hacer en todo la voluntad del Señor, aún sin comprenderla con claridad.


Escuchando cada día la Palabra de Dios y procurando hacerla vida, vivimos el voto de obediencia, que es el principal de los votos. De él se derivan los otros dos en la vida consagrada: la castidad o voto del amor y la pobreza, que es la entrega total de sí a Dios y a los demás. Obedeciendo al Señor viviremos gozosamente, como consagrados, la llamada que nos hace a configurarnos con Él y ser habitados por la Santísima Trinidad, con la cual tendremos una relación personal, concreta y propia con cada una de las tres Divinas Personas de la Trinidad (cf. Jn 14,21-26).


Bastaría con saber que algo es voluntad de Dios, para asumirlo de manera inmediata, sin dilaciones; pues lo que Dios quiere es lo que nosotros debemos querer siempre.  Para lograrlo, debemos ser muy humildes; acoger y vivir lo del Otro y no lo mío; o mejor, armonizar lo mío con lo de Él, lo del Señor; de tal manera que mi voluntad y la voluntad de Dios coincidan y vayan de acuerdo hasta que se haga solo una: la de Dios, como nos lo enseña san Juan de la Cruz en sus escritos.


Cuando contemplamos a Jesús, descubrimos que está siempre haciendo en todo la voluntad del Padre, no obra por sí mismo; sólo hace lo que el Padre le manda (cf. Jn 5,19). En la carta a los hebreos nos refieren cómo Jesús “aunque era Hijo, mediante el sufrimiento aprendió a obedecer” (Hb 5,8). Aunque era Hijo de Dios se sometió a la condición humana y aprendió a obedecer, cumpliendo en todo la voluntad del Padre. Dice el texto: “Cristo, en los días de su vida mortal, ofreció oraciones y súplicas con fuertes clamores y lágrimas al padre que podía salvarlo de la muerte, y fue escuchado por su reverente sumisión. A pesar de que era Hijo, mediante el sufrimiento aprendió a obedecer; y, consumada su perfección, llegó a ser autor de salvación eterna para todos los que le obedecen, y Dios lo nombró sacerdote según el orden de Melquisedec” (Hb 5,7-10).


Para nosotros el rostro y la persona de Jesús están representados en nuestros superiores, en los hermanos de comunidad y en la gente a la cual servimos. Permanecemos atentos para escuchar y descubrir en cada uno de estos ámbitos lo que Dios nos pide y espera de nosotros. Ya tenemos una certeza muy concreta para nuestras vidas y es que el Señor, según nos lo ha ido mostrando, quiere que nosotros OREMOS, AMEMOS Y SIRVAMOS. Todo esto con sencillez y naturalidad, viviendo una vida en cotidianidad sin grandes esquemas ni estructuras pesadas; quiere que vivamos al estilo de Nazaret, como un signo de luz y esperanza para los que nos rodean, a la vez que somos los primeros beneficiados de ello, pues así encontramos la realización total como personas; sueño de toda la humanidad, alcanzado no por muchos.


Un humilde reconocimiento del gran don que hemos recibido de Dios y una disposición total del corazón para ponernos en camino cada día preguntando al Señor qué quiere de mí aquí y ahora, hace que nuestra existencia tenga sentido y contribuya a la realización del sueño de Dios que es el establecimiento de su Reino en cada corazón, en cada comunidad, en cada familia y en toda la humanidad. Nuestro pequeñísimo aporte es valorado y acogido por el mismo Señor, para quien no hay personas ni gestos pequeños; Él, desde el amor, todo lo valora y hace que se multiplique y dé fruto en abundancia.


El voto de obediencia nos impulsa a estar atentos para leer los signos de los tiempos; descubrir y acoger las mociones del Espíritu, para realizarlas con la ayuda de Dios y nuestra diligencia humana.


Hemos dicho que la obediencia se sintetiza en las palabras de María: “Haced lo que él os diga”. ¿Y qué es lo que él nos dice?  La respuesta nos la da Jesús cuando, hablando con un maestro de la Ley sobre el más importante de los mandamientos, afirma: “El primero es: Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser. El segundo es este: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay mandamiento mayor que estos” (Mc 12,28-34). Por tanto, la obediencia a la voluntad de Dios comienza por la escucha: “Escucha, Israel”. Hay diferencia entre hacer lo que nos parece y lo que Dios quiere que hagamos. La oración profunda y silenciosa nos da a conocer la voluntad de Dios y allí sabremos qué es lo que Él nos pide. Por eso para obedecer necesitamos escuchar a Dios; ser orantes, contemplativos, alimentarnos de la Palabra de Dios, hacer cada día la Lectio Divina y estar atentos a la voz de Dios que nos habla en todo momento a través de personas, signos, acontecimientos, es decir, a través de la vida y la historia de cada día. Escuchando, como la Virgen María y como san José, la Palabra de Dios, podremos estar seguros en la obediencia; pues, como dicen, “el que obedece no se equivoca”, aunque no entienda muchas veces. Por eso sujetamos nuestra razón y voluntad a la de los superiores y hermanos que son mediación de Dios, para hacernos saber su voluntad definitiva.


Escuchando al Señor podremos poner en práctica el mandamiento único y esencial del cristianismo que es “AMARÁS”, en su doble vertiente: a Dios y al prójimo como a nosotros mismos. Este es un amor total, no a medias, es un amor “con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente” y en todas las obras. Este amor “vale más que todos los sacrificios”. Viviendo así, “no estaremos lejos del reino de Dios”, como lo afirma el mismo Jesús. Por eso el voto de obediencia sintetiza y contiene los otros dos votos, el de castidad y pobreza.


El modelo por excelencia de nuestra consagración y de la vivencia de los votos, en especial este de la obediencia, está en la Virgen María, que en una frase sintetizó todo el seguimiento de Cristo cuando afirma: “Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según su palabra” (Lc1,38). Expresa la disposición total, el vaciamiento absoluto, la entrega sin límites, la aceptación ilimitada de la voluntad de Dios sobre ella y, en ella, sobre la humanidad, sobre todos nosotros. En estas palabras y en esta actitud de María está contenida la síntesis de la vivencia de los votos, de las virtudes teologales y la síntesis de los fundamentos de nuestro carisma como Familia de Carmelitas de san José: Orar, Amar y Servir.


Entremos en el corazón orante, silencioso, contemplativo, obediente, casto, pobre y amoroso de la Virgen María y, permaneciendo allí, lancémonos al mundo entero a cumplir nuestra misión como hombres y mujeres felices, llamados por el Señor para hacerlo presente en todas partes; Amando, Orando y Sirviendo en todo y cada día, hasta el final de nuestros días.


Acompañémonos de José de Nazaret, quien supo obedecer siempre al Señor, sin tener muchas seguridades, acogiendo las más pequeñas indicaciones del Señor, poniéndose inmediatamente de camino a realizar lo que entendía que el Señor le pedía. En su silencio orante y laborioso nos enseña el camino de la obediencia a Dios. Encomendémonos a su guía y protección.


Fr. José Arcesio Escobar E., ocd (blog http://lasciudadesdedios.com/ )




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