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Foto del escritorEsclavas Carmelitas

Señor, ¿qué quieres que haga?


"Dice el profeta: Dispuesto está mi corazón, Dios mío; dispuesto está. Me siento animoso y sin entorpecimiento alguno para observar tus mandatos. Señor, ¿qué quieres que haga?"

Palabra concisa, pero rebosante, viva y enérgica, digna de que todos la hagan suya. ¡Qué pocos practican este perfecto estilo de obediencia, renunciando a su voluntad y no disponiendo ni de su propio corazón para sí mismos! Buscan en todo momento no lo que ellos quieren sino lo que Dios quiere, repitiendo sin cesar: Señor, ¿qué quieres que haga? O las palabras de Samuel: habla, Señor, que tu siervo escucha. Por desgracia, hay muchos más imitadores del ciego del evangelio que del nuevo apóstol. ¿Qué quieres que haga por ti?, pregunta el Señor al ciego. ¡Qué misericordia tan enorme tienes, Señor; qué compasión! ¿Es que el Señor tiene que ceder a la voluntad de su siervo? Sí, estaba ciego el que no se detuvo a pensar, el que no pudo asombrarse ni prorrumpir: “Eso nunca, Señor; dime tu lo que quieres que yo haga. Lo más justo y digno es que tu no hagas mi voluntad, sino yo la tuya”.

[...]

Señor, ¿qué quieres que haga? Y el Señor responde [a Saulo]: levántate y entra en la ciudad, y allí se te dirá lo que tienes que hacer. ¡Oh sabiduría, que gobiernas todo con suavidad! Aquel a quien hablas, para ser instruido a cerca de tu voluntad le envías otro hombre para hacerle ver la ventaja de la vida común; y para que aprenda también, por esa enseñanza del hombre, a socorrer a los hombres, conforme a la gracia que se le ha confiado. Entra en la ciudad. Ya veis, hermanos, que sin el designio divino no hubieseis entrado en esta ciudad del Señor de los ejércitos para conocer la voluntad divina.

Es evidente que quien te atemorizó saludablemente y convirtió tu corazón para anhelar su voluntad, te interpela diciendo: levántate y entra en la ciudad.

Pero escucha con qué nitidez se nos inculca en los párrafos siguientes la sencillez voluntaria y la delicadeza cristiana.

Tenía los ojos abiertos, y nada veía. Sus acompañantes lo llevaron de la mano. ¡Feliz ceguera la de aquellos ojos, que hasta ahora estaban dotados de agudeza, pero, por desgracia, en el ámbito del mal, y al final se ciegan saludablemente en la conversión! Pasa tres días sin comer, insistiendo en la oración.

Esta escena interpela a cuantos acaban de renunciar a la vida mundana y todavía no respiran en los consuelos celestiales. Sean fieles al Señor con toda paciencia, oren sin cesar, busquen, pidan, llamen, porque el Padre celestial los atenderá a su tiempo. No los olvida: vendrá sin tardanza. Si aguantas tres días sin comer, confía, que el Señor es compasivo y misericordioso y no te despedirá en ayunas.

San Bernardo


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