Nuestro Señor Jesús en muchas ocasiones tuvo encuentros maravillosos con las mujeres. Encuentros que lo transformaron. La mujer sirofenicia, la hemorroisa y hasta su madre, la Virgen María. Las tres, con sus peticiones y casi demandas, ampliaron los márgenes del pensar y actuar de Jesús. Hoy nos acercaremos a la hemorroisa.
Hoy, Jesús se encuentra con una mujer que lo sorprende. La mujer no tiene nombre. Ella también podría ser una de nosotras, de nosotros. Es una mujer enferma, socialmente marcada, no podía ser esposa, ni madre, con lo que su identidad de mujer judía se veía dolorosamente afectada. ¿Su enfermedad? Un flujo de sangre. Debido a ello se le consideraba impura, sangre y muerte ¡eran factores de exclusión! alejada del Templo y de Dios. Socialmente, era considerada un peligro público, rechazada casi instintivamente. Esta mujer está sola, separada de su familia, de sus seres queridos, de las relaciones de amistad que tuvo alguna vez. Una mujer profundamente herida en lo físico, en lo social y en lo espiritual.
Ella escucho hablar de Jesús y acude a él. A escondidas. Descarta las enseñanzas que sobre Dios había recibido. No tiene nada qué ofrecer a Jesús, más que su fe. Y en un acto de valor y audacia, convencida de que será salvada, desafía, transgrede las normas. Con total conciencia, extiende su mano y toca el manto Jesús. Nada más tocarle, siente la fuerza sanadora en su carne, en su cuerpo.
Jesús reacciona, se voltea y, al verla, con ternura y misericordia, le dice: «¡Ánimo, hija! Tu fe te ha curado.» No le reclama que ahora él es impuro porque le tocó. Es su fe en Jesús lo que la impulsa y gana confianza en sí misma para superar la adversidad. Ella enfrenta su propio temor. Doce años con esta enfermedad, doce años de sufrimientos, de tratamientos inútiles, de rechazos, de pérdidas y olvidos, de dolores, de vulnerabilidad, de soledad. Esta mujer luchó por ganar la unidad que se había resquebrajado en su ser, luchó por recobrar su salud. Visitó todos los médicos en busca de su curación. Hizo todo lo que estaba a su alcance. ¡Al final, cuando lo agota todo… es ella quien toca a Jesús!!
¿Y nosotros? Vamos a preguntarnos, ¿cuántos años de dolores acarreamos sobre nuestro cuerpo, sobre nuestra mente, sobre los demás? ¿Cuántos flujos de sangre, cuántas heridas abiertas, que manan sangre, debilitan nuestro cuerpo y nos restan vida?
Queridos hermanos, hoy contamos con un evangelio de gestos y relatos de fe que salva, una fe que se manifiesta no solo con palabras hermosas, sino a través de una elocuente expresión corporal: con cuerpos postrados, brazos extendidos y manos que tocan.
Milagros
CITeS
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