El Evangelio de hoy nos narra el pasaje de la Transfiguración, en la que Jesús toma a sus discípulos más cercanos -Pedro, Juan y Santiago- y los lleva a lo alto de una montaña, para orar. Allí contemplan con sorpresa la gloria de Dios, quien presenta a Jesús como su Hijo, “el escogido”.
Hay varias cosas que me gustaría destacar de este Evangelio. En primer lugar, la importancia de la oración: Jesús y sus amigos subieron a la montaña, a un lugar apartado y de silencio, que les aproxima a Dios, para orar. En segundo lugar, la manifestación de la gloria de Dios y la confirmación definitiva de Jesús como Hijo predilecto de Dios. Y, por último, la relación de la gloria con la pasión y muerte de Jesús, que se consumaría en Jerusalén: sin pasión no hay Pascua.
Como nos enseña el papa Francisco, la ‘subida a la montaña’ implica también la bajada, el descenso al llano. Es decir, que después de ‘subir’ a contemplar al Señor y encontrarse con Él, todo cristiano debe bajar a los problemas cotidianos, a hablar con los hermanos, a trabajar con ellos, a conocer y compartir sus preocupaciones, enfermedades, esfuerzos, pobrezas, etc.
Que en esta Cuaresma “no nos caigamos de sueño”, no nos quedemos dormidos y acudamos a encontrarnos con el Señor en la oración. Y, partiendo de este encuentro, ayudados por el espíritu y alimentados por los frutos de esa experiencia con Dios, seamos testigos activos de Jesús en el encuentro con nuestros hermanos.
Jorge Mongil, Avila
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