Seguimos en Navidad, seguimos asomándonos al misterio de Belén, seguimos alegrándonos por esa luz que ha venido a iluminar nuestras oscuridades, por esa fortaleza que se ha querido vestir de nuestra debilidad. Pero si durante estos días de atrás nos hemos parado en lo que podríamos llamar las escenas del Belén (El nacimiento, la anunciación a los pastores, los ángeles cantando, la adoración de los pastores y contando lo que habían visto) Hoy, en este segundo domingo de Navidad, la liturgia nos invita a contemplar el prólogo de san Juan, esas primeras palabras de su evangelio, que a pesar de no hablar del Niño, de María y de José, nos hablan del mismo misterio, del Dios con nosotros.
Al principio ya existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios, en el Verbo había vida, y la vida era la luz de los hombres. Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros. Ese Verbo, esa Palabra, esa Luz y esa Vida de las que nos habla San Juan en el Evangelio, no es otro sino el Niño que nacía en Nochebuena.
Todos nosotros usamos palabras, palabras habladas, palabras escritas, e incluso lenguaje de signos. Todos usamos palabras para comunicarnos: nos llamamos por teléfono, nos mandamos mensajes, Tweets, WhatsApp, emoticonos; y lo hacemos para compartir las cosas de la vida, para expresar lo que sentimos, lo que nos pasa, lo que necesitamos. Y Dios que es tan cercano a la vida de los hombres también ha querido usar la palabra. Desde antiguo él envió sus palabras a los profetas para que orientaran, ayudaran y llenaran de esperanza al pueblo de la promesa. Pero al llegar el tiempo en el que la Promesa tenía que cumplirse, Dios no dijo Palabras, Dios envió la Palabra, el Verbo que se ha hecho carne y que vive entre nosotros. Por eso dirá San Juan de la Cruz, que el Padre habló una sola Palabra, que fue su Hijo, y este habla siempre en eterno silencio, en el silencio ha de ser oída del alma. Esa Palabra que se ha hecho silencio, que se ha achicado, que se ha escondido en el llanto de un recién nacido, ha venido para salvarnos, para llevarnos a la luz de la Verdad, para llevarnos al Evangelio.
Y nuestra misión es descubrir, recibir y acoger esa Palabra; descubrir que esa Palabra sigue encarnándose y que se quiere encarnar en nuestra vida, en nuestra debilidad para hacernos fuertes; descubrir que esa palabra sigue viva y da vida, porque como dice Unamuno: Tú palabra, Señor no muere, nunca muere, porque es la vida misma, y la vida, Señor, no solo vive, no solo vive, la vida vivifica. Descubrir que esa Palabra ha venido para ser luz, para iluminar nuestra mente y nuestro corazón, para que nuestros criterios de vida, nuestras decisiones, nuestro pasar por el mundo sea un reflejo suyo y un eco de su voz.
Te invito a que escuches la canción de Taizé: Tu Palabra, Señor (https://www.youtube.com/watch?v=JThMw7FMqiM)
Fernando González
Navalosa (Avila)
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