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  • Foto del escritorEsclavas Carmelitas

Domingo III de Cuaresma, 3 de marzo

Sabemos que Jesús resumió los Diez Mandamientos en dos, amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo (Mt 22, 33-34.) Esto nos enseña a aprender a sentir el amor de Dios, hablar de ello y predicarlo más a menudo. Amar, es el resumen de los Mandamientos. Y ese amor nos obliga a abrir nuestra mente, para poder, incluso, amar a los enemigos. Y a perdonar sin límites. Y a compartir nuestro tiempo y nuestros bienes con los demás.

Se acercaba la Pascua de los judíos y Jesús subió a Jerusalén. Y encontró en el templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas sentados; y, haciendo un azote de cordeles, los echó a todos del templo, ovejas y bueyes; y a los cambistas les esparció las monedas y les volcó las mesas; y a los que vendían palomas les dijo:

«Quitad esto de aquí: no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre».

En el Evangelio, se reflexiona sobre el templo de Jerusalén, durante la Pascua. Seguramente, era la época del año donde todo el mundo ganaba más dinero. Con la gran cantidad de sacrificios, cambios de monedas y visitantes necesitados de alojamiento que llenaban la ciudad. Ante el volumen de negocio, parece que no había nada sagrado. Ni en el interior ni el exterior del templo.

Y encontró en el templo a los vendedores” (Jn 2,13-25)

Mercaderes, dinero que pasa de unas manos a otras… este es el panorama que contempla Jesús y que le remueve las entrañas. El celo por la Casa de Dios le devora. Le vemos echando con un azote de cordeles todo lo que no lo dignifica. También a nosotros nos tiene que devorar su mismo celo. Si para Jesús, el Templo de Jerusalén era la casa del Padre, nuestra Iglesia es la casa de nuestro Señor. ¿Están limpios nuestros corazones?  ¿Cuidamos con esmero nuestro amor hacia los demás? ¿Son nuestras iglesias espacios de silencio y oración en los que apagamos el móvil? ¿cómo podemos limpiar en nosotros aquello que no está bien?

Preparemos nuestro corazón limpiándolo de todo pecado. Jesús nos conoce mejor que nosotros mismos. Le pedimos que nos ayude a seguirle y a ser testigos de su verdad.


Judith Egido Llorente

Segovia

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