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Domingo III de Pascua, 4 de mayo

El Evangelio de este domingo, en su aparente naturalismo —un lago, una comida entre amigos al amor de la lumbre—, está cargado de hondura y de misterio. Pocos hay que nos dejen tan sin saber qué decir. Como le pasó al puñado de discípulos que lo protagonizaron. ¿Qué decir, cómo reaccionar ante el modo de comportarse de este Dios que continuamente rompe nuestros esquemas?

Jesús, el amigo que creíamos perdido, se nos aparece cuando menos lo esperamos. Lo hizo hace 2000 años en Galilea y lo hace hoy en nuestro mundo. Sin trompetas que lo precedan, a lo llano, en medio de nuestros afanes diarios. Y casi siempre nos pilla pescando en balde, enredados como estamos en nuestros asuntos. Entonces Él, sin encaramarse a ningún presbiterio, sin reproches, sin homilías, nos dice la palabra justa para orientar nuestro futuro quehacer: «Echad la red al otro lado». Y ya está. Y cuando uno comprende que debe cambiar por completo el modo de faenar en la vida, olvida las fatigas de la noche —porque hasta entonces era de noche—, se ciñe la túnica y se echa al agua para bañarse de amanecer. Y va a su encuentro mudo, expectante, sabiendo que muy poco tiene que ofrecer y mucho que recibir. Pan y pescado esta vez. Como en el monte, cuando una muchedumbre comió hasta saciarse. Poco que ofrecer y mucho que recibir, como en el cenáculo, como en toda Eucaristía. Y uno se deja acompañar desde entonces en la barca, en el despacho, en la celda, en el taller, en el aula, en el tractor, dejándose hacer, echando la red hacia el costado que nunca hubiéramos elegido por nosotros mismos.

Pero Dios nos conoce y sabe que, a la mínima oportunidad, en cuanto nos dejemos cegar por el brillo de minúsculos pececillos de colores que rodean nuestra barca, volveremos a echar las redes allí donde no se coge nada. Por eso, necesita aparecerse —necesitamos que se nos aparezca— muchas veces a lo largo de la travesía. Él, sentado en el suelo, sin reproches, sin homilías, con amor de Padre, volverá a dejarnos perplejos orientando nuestra mirada hacia otros caladeros más abundantes. Los suyos.

 

David San Juan

Laico de Segovia

 
 
 

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