En el evangelio de este domingo escuchamos a los vecinos de Jesús preguntarse: ¿No es este el hijo del carpintero? Le conocían de siempre, sabían dónde se había criado, quiénes eran sus padres, a qué se dedicaban… Pero no eran capaces de reconocerle; esperaban que el Mesías llegase en medio de signos y prodigios y la vida de Jesús en Nazaret era una vida corriente, como la de cualquiera de ellos, como la tuya y la mía.
Contemplando este evangelio me doy cuenta de que con frecuencia soy como esos vecinos de mirada ofuscada. Conozco a Jesús. ¿Cómo no voy a conocerle si le he recibido tantas veces en la Eucaristía, si he asistido a tantas catequesis, charlas, campamentos? Pero llega la vida cotidiana y no le reconozco. Entre clases y apuntes, pañales y biberones, en la cocina, el trabajo, en el ajetreo de lo diario, no veo ningún milagro que sacuda los cimientos de mi existencia, ningún prodigio que me muestre a Jesús como Salvador. Y así vivo, esperando que suceda algo cuando Alguien me sucede. Una Presencia inesperada, escondida en lo pequeño, que me devuelve la vista. Y puedo reconocer al Mesías en mi vida, en la ternura que me rodea, en las manos que me sostienen, en las voces que me susurran.
Por el Bautismo tú y yo hemos sido escogidos, consagrados y enviados, como Jesús. Que desde el Nazaret desde el que cada uno se encuentre hagamos presente, aquí y ahora, la salvación de Dios. No son necesarias grandes acciones: cuidemos la ternura, la escucha, los detalles. Que nuestras vidas hagan presente la Presencia que salva.
Laura Estrada, Santander
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