Volver a escuchar las palabras del Señor al profeta: “Consolad, consolad a mi pueblo” (Is 40, 1), son un gran motivo de esperanza. En medio de nuestros afanes, del tiempo que nos toca vivir, lleno de turbaciones, Dios sigue con un propósito firme: “consolad a mi pueblo”. La palabra de Dios nos muestra sus deseos más profundos, y en esos deseos estamos nosotros. No le importan las muchas tareas que nos proponemos hacer, ni nuestras prisas agobiantes. Le importamos cada uno de nosotros, le importa que seamos consolados. Dios nos ve como una Padre que no soporta la tristeza de sus hijos, que desea consolarlos para que tengan paz, para que crezcan en felicidad.
En la Historia de la Salvación hay un amor de predilección de Dios: nosotros somos sus hijos queridos, y no soporta que suframos, por eso el Hijo ha escogido este camino, el del sufrimiento que nosotros no podemos cargar, para que seamos consolados, acompañador, mimados.
Juan Bautista es testigo de ello y grita para que nos preparemos. Es necesario prepararse para acoger el consuelo de Dios, pues muchas veces preferimos seguir en nuestras angustias, preferimos “lamernos las heridas” y refugiarnos en nuestra quejas. Ahí nos sentimos seguros. El amigo del Esposo nos invita a acoger un amor que perdona, que sana, que consuela dando una nueva vida. Esta es la tarea del Espíritu, en el que hemos sido bautizados. Él es el “Consuelo de Dios” (Paráclito) para cada uno de nosotros, si lo dejamos actuar.
El Adviento nos prepara para acoger lo definitivo, para acoger este consuelo eterno de Dios, realizado por Cristo, regalado por el don del Espíritu. A esta inmensidad estamos llamados. Levantemos la mirada, rompamos nuestra pequeñez, dejemos que el Espíritu reavive la esperanza, dejémonos consolar por Dios.
Enrique Rico Pavés
Sacerdote
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