La Revelación es progresiva y este principio parece cumplirse también cuando centramos nuestra atención en el trato que Dios quiere que tengamos con nuestros semejantes.
Adán y Eva, embaucados por la serpiente, se apartan del mandamiento del Creador y, con ello, se introduce una ruptura en el corazón de ambos. Antes del pecado, vivían en armonía la vocación para la que habían sido creados; después del pecado, el otro ya no es alguien que me complementa, sino que, por la desconfianza sembrada a causa del pecado, ahora el otro puede ser una amenaza contra mi integridad: es necesario cubrirse.
La mecha del mal ha sido prendida, y el pecado cunde entre los hombres, hasta el punto que podemos llegar a las luchas fratricidas. Como siempre, el Señor sale al encuentro del hombre, y reconduce lo que el pecado ha torcido. Sin embargo, las cosas que verdaderamente merecen la pena, no suelen ser tarea fácil. Y ésta es una de ellas.
Ante una humanidad sumida en el mal y el pecado, una humanidad rápida para la ira y pobre en clemencia, la ley del Talión del Antiguo Testamento (Ex 21, 24-25) suponía un avance importante, pues actuaba a modo de freno ante el mal: permitía que la respuesta de la víctima fuera proporcional al daño causado por el agresor. Esto, repito, era un avance.
Sin embargo, para un Dios misericordioso, la Ley del Talión como criterio de comportamiento que regule las relaciones de los miembros de un pueblo, es algo sólo inicial. Con el Nuevo Testamento se da un paso más: la conocida como “Regla de Oro”, que nos propone Cristo en el Evangelio de hoy (Lc 6,31) supone una revolución nunca antes vista. El amor ha de ser concreto y palpable, que decante en el día a día en pequeños gestos que pongan de manifiesto su veracidad; y que llegue, si se diera el caso, a amar incluso a los que nos quieren mal. Pues si no es así, ¿Qué mérito tenéis? También los pecadores aman a quienes les aman. Tarea exigente que nos pide dar lo mejor de nosotros mismos…
Sin embargo, la regla de oro tiene una objeción importante que no debemos pasar por alto, y por supuesto, a Jesús no se le pasó. En la regla de oro la persona se concibe como la medida del amor: Tratad a los demás como queréis que ellos os traten a vosotros. En este punto la pregunta es: ¿Cómo puede constituirse el hombre como la medida del amor, si tantas veces experimentamos que no sabemos querernos ni a nosotros mismos? Esa “Revelación progresiva” que va haciendo Dios con su pueblo, esa pedagogía que tiene el Señor con sus discípulos, llega a su plenitud con el Mandamiento Nuevo de la última cena (Jn 13, 34).
Sólo Dios, que es amor (1Jn 4,8), puede ser la medida del amor. ¿En qué consiste la medida del amor? En palabras de la Madre Teresa de Calcuta, en el amor sin medida; dicho de otro modo, en la entrega de la propia vida, como hizo justamente Cristo por nosotros. En el exigente Evangelio de este domingo, Cristo ya está preparando a sus discípulos para esta misión…
Y así, el Mandamiento Nuevo revelado con Cristo, es el auténtico criterio de comportamiento capaz de generar y construir relaciones personales auténticamente “nuevas”; capaz de levantar y construir pueblos hermanos; capaz de hacernos hijos de un mismo Padre.
Fernando Rodríguez Fernández, sacerdote de Granada
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