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Domingo VIII del T.O. 27 de Febrero

Actualizado: 27 feb 2022

El fruto revela el cultivo del árbol, así la palabra revela el corazón de la persona” decía nuestra primera lectura. El evangelio concluye afirmando que “de la abundancia del corazón habla la boca”. El ser humano, hombre y mujer, hecho a imagen y semejanza de Dios, está dotado de la capacidad de hablar; acto a través del cual no sólo toma posesión del mundo (Adán pone nombre a todos los vivientes), sino que se relaciona con su Creador.


Dios habla para crear: “Y dijo Dios: ¡Qué exista la luz! Dios habla en el seno de su propia naturaleza trinitaria, y se relaciona consigo mismo a través de la palabra: “Hagamos al hombre”. Dios habla con Adán y con Eva, y luego hablará a su pueblo a través de Moisés y de los profetas. Y más tarde nos enviará a la propia Palabra encarnada. El lenguaje es precisamente lo que nos hace humanos, lo que nos hace parecernos a Dios. Y es que, así como a Dios “nadie lo ha visto jamás” sino “el unigénito Dios, que está en el seno del Padre, El que le ha dado a conocer” (Jn 1,18), así como Dios nos ha revelado su verdad a través de su palabra que es Jesucristo, así nosotros revelamos nuestra verdad a través de nuestras palabras.


Así como Dios usa su “hablar” para crear, también nosotros “creamos” con nuestras palabras: creamos historias, creamos personajes, reconstruimos personas al usar el lenguaje para consolar y nos convertimos en verdaderamente humanos cuando lo usamos para aquel fin último para el que fue creado: alabar a Dios. Por eso el salmo rezaba: “es bueno dar gracias al Señor”. De hecho, la misión que nos ha encargado Jesús, la de “anunciar la buena noticia hasta los confines de la tierra”, es una misión que se ejercita a través de la palabra. La palabra nos sirve de instrumento para confesar, testimoniar, alabar, anunciar y proclamar. La palabra nos sirve para poder ayudar a los hombres y mujeres de este mundo a comprender la grandeza de lo que Dios ha hecho con nosotros, la salvación que nos ha regalado. La palabra nos permite “enseñar”, ser maestros y educar para que el discípulo pueda conocer “al único y verdadero maestro”.


Pero una capacidad tan potente necesita ser educada y modulada a lo largo de toda la vida. Los niños aprenden a hablar casi sin esfuerzo, pero a medida que nos hacemos mayores y queremos aprender lenguas nuevas nos damos cuenta del tremendo esfuerzo que uno debe realizar para descodificar otros idiomas. El evangelio hoy es claro: para poder ser “maestros” hay que ser primero discípulos. Para poder enseñar algo a alguien hay que estar primero dispuesto a aprender. Porque si no, un ciego guía a otro ciego. ¿Cuál es el problema de nuestro mundo y de nuestra Iglesia? Que estamos pendientes de la paja del ojo ajeno y no de la viga del propio. Que cuando contemplamos a los demás, contemplamos lo que les falta para “llegar a ser”, sin darnos cuenta que, teniendo esta actitud, somos precisamente nosotros los que nos “limitamos en ser”. Porque estamos hechos para “alabar”, “para dar gloria a Dios”, “para crear a través de nuestra palabra”, para “reconstruir consolando”. De ahí viene nuestra hipocresía: de intentar creernos maestros de los demás dejando de ser primero discípulos del único maestro. De usar el instrumento que Dios nos ha dado para construir con él el Reino para destruirlo.


Aprender el lenguaje de Dios consiste en parecernos cada día más a Jesús. Porque Dios hablo a través de él, su última, definitiva e insuperable Palabra. Si cuando nosotros hablamos, tenemos a Jesús en nuestro seno, entonces de nuestra boca saldrán “palabras de Dios”, aquellas que construyen el Reino. Si lo que tenemos en nuestro corazón ha desplazado a Jesús: odios, enemistades, ambiciones, codicias, entonces lo que saldrá de nuestra boca destruirá el Reino y a aquellos que lo habitan. De la abundancia del corazón de Dios ha hablado su boca: y su Palabra se ha hecho carne, ha acampado entre nosotros y está esperando a ser acogida por cada corazón.


Álvaro Campón, sacerdote de Ávila




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