La Palabra de Dios de este Domingo nos pone delante de esa necesidad tan básica en el hombre del alimento, que le hace dependiente y necesitado de renovar su provisión y consumo. Del deseo que hay en nosotros de encontrar uno que realmente satisfaga esa hambre que siempre vuelve: imagen del alma humana que busca saciarse plenamente y sumergirse, aún sin saberlo, en la comunión y vida eterna que sólo el Señor nos ofrece desde una fe confiada en Él. Así lo expresan los discípulos en su diálogo, tan bello y pedagógico del Maestro, entonando esa bella jaculatoria que también hacemos nuestra: 'Señor, danos siempre de este pan'. De tu Cuerpo, de tu vida en la Eucaristía.
En la lectura del Éxodo, sincronizada con el Evangelio, vemos el 'paso' que el nuevo Pueblo de Dios liberado tiene que aprender a hacer: de buscar el alimentarse por sí mismo, como sustento que ellos tenían asegurado o se buscan, pese a su estado de esclavos y oprimidos de Egipto. A ser ahora libres aprendiendo a pedirlo, recibirlo del mismo Dios y dejarse alimentar por él, como su única seguridad, pese a las dificultades de un nuevo camino hacia la tierra prometida.
Es, como dice Jesús, el Padre bueno el que pese a la quejas y dudas de que Él les proveerá de su pan, por mediación de la súplica de Moisés, lo recibirán a su tiempo.
En este relato de San Juan, tan eucarístico, Jesús se nos presenta a sí mismo como ese Pan de Vida para el mundo, que no da más hambre y sacia lo más profundo. Que ha bajado del Cielo, por medio de Dios mismo, que lo envía pero dando un paso más que marca la diferencia: Él se da a sí mismo como alimento tuyo y mío. Tan cercano y sencillo, pero tan necesario como el pan. Alimento duradero, para anular ese dicho de "pan para hoy, hambre para mañana". Quién le recibe y vive desde él aprenderá a ser hijo del Padre y realizará, como tal, las obras de Dios. Sólo nos pide venir a él y que le creamos para realizarlo.
Jorge Boada, Madrid
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