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Foto del escritorEsclavas Carmelitas

Domingo XXII del T.O. 1 de septiembre

El ser humano tiene una capacidad asombrosa de complicarse la vida, muchas veces con la mejor de las intenciones. En los primeros libros de la Biblia podemos leer cómo Dios hace alianza con su pueblo y le dicta sus leyes. La cosa no debió quedar demasiado clara, porque a lo largo de los siglos bienintencionados maestros intentaron discernir y “recetar” cómo aplicar estas leyes en cada situación específica, para saber cómo agradar a Dios. No era un mal objetivo y todo es más fácil cuando tenemos una receta exacta, ¿verdad? El problema es que esas aplicaciones fueron perdiendo su sentido; se convirtieron, como nos dice hoy Jesús en el Evangelio, en “tradiciones de los hombres”, vacías de significado. Y fueron cargando sobre las espaldas del pueblo de Israel una carga cada vez mayor, pues los preceptos se multiplicaban y era fácil quedar impuro por no haber cumplido esta o aquella tradición. Con tanta tradición que cumplir no me sorprende que se convirtieran en hipócritas, actores que interpretaban un papel.

No sé tú, pero yo, en cuanto me descuido, me encuentro con una lista interminable de tengoqués. Están los tengoqués para cumplir con Dios y con la Iglesia, con mi comunidad de hermanos. Los tengoqués con mis hijas, con mi marido, con mi familia y amigos… Quizá no soy tan diferente a esos fariseos y escribas que se acercaron a Jesús. Quizá también yo pierdo de vista el objetivo principal de mi vida, que es vivir en Dios y su voluntad, crecer y dar fruto.

Orar con este evangelio me invita a revisar qué llena mi corazón y qué me mueve a obrar. ¿”Actúo” para cubrir el expediente y ganarme la salvación? ¿O abro el corazón para acoger y poner en práctica la Palabra que puede salvarme y hacerme una criatura nueva?


Laura Estrada

Santander

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