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  • Foto del escritorEsclavas Carmelitas

Oración joven

Actualizado: 12 may 2020

CANTO DE EXPOSICIÓN

Cerca del hogar que calienta mi alma

quiero yo saber lo que en comunidad

Tú quieres de mí.

Sintiendo el calor, que me da tu Palabra

quiero responder a lo que me pides

sin que a nada yo pueda temer.


A NADA, A NADA NUNCA HE DE TEMER

YENDO JUNTO A TI CON TUS OJOS DE FE

NUNCA HE DE TEMER.


Sólo he de beber de tu fuente de agua,

sé que sólo ella será la que sacie mi hambre y mi sed.

Tú eres el Señor que alienta mi alma

y si hago mi opción por seguirte a ti nunca jamás yo temeré.

Llegan hasta mí momentos sin calma

que me hacen dudar de si mi camino se orienta hacia ti.

Comienza a faltar la paz en mi alma y, sin esperarlo apareces Tú

haciéndome ver que a nada he de temer.


INVOCACIÓN AL ESPÍRITU

Ven Espíritu de Dios. Pon tu paz en todas mis guerras.

Ven, seréname, Señor. Transforma mi vida entera.


Ven, Espíritu de Dios. Pon tu calma en todas mis tormentas.

Ven, seréname, Señor. Toma mi vida entera.


Ven, Espíritu de Dios. Pon tu luz en todas mis sendas.

Ven, seréname, Señor. Renueva mi vida entera.

Ven, seréname. Dame tu paz.


DEL EVANGELIO DE ESTE DOMINGO. Jn 20, 19-31

Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros». Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo». Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos». Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: «Hemos visto al Señor». Pero él les contestó: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo». A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: «Paz a vosotros». Luego dijo a Tomás: «Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente». Contestó Tomás: «¡Señor mío y Dios mío!». Jesús le dijo: «¿Porque me has visto has creído? Bienaventurados los que crean sin haber visto». Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Estos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre.


PALABRAS DEL PAPA FRANCISCO

El domingo pasado celebramos la resurrección del Maestro, y hoy asistimos a la resurrección del discípulo. Había transcurrido una semana, una semana que los discípulos, aun habiendo visto al Resucitado, vivieron con temor, con «las puertas cerradas» (Jn 20,26), y ni siquiera lograron convencer de la resurrección a Tomás, el único ausente. ¿Qué hizo Jesús ante esa incredulidad temerosa? Regresó, se puso en el mismo lugar, «en medio» de los discípulos, y repitió el mismo saludo: «Paz a vosotros» (Jn 20,19.26). Volvió a empezar desde el principio. La resurrección del discípulo comenzó en ese momento, en esa misericordia fiel y paciente, en ese descubrimiento de que Dios no se cansa de tendernos la mano para levantarnos de nuestras caídas. Él quiere que lo veamos así, no como un patrón con quien tenemos que ajustar cuentas, sino como nuestro Papá, que nos levanta siempre. En la vida avanzamos a tientas, como un niño que empieza a caminar, pero se cae; da pocos pasos y vuelve a caerse; cae y se cae una y otra vez, y el papá lo levanta de nuevo. La mano que siempre nos levanta es la misericordia. Dios sabe que sin misericordia nos quedamos tirados en el suelo, que para caminar necesitamos que vuelvan a ponernos en pie.

Y tú puedes objetar: “¡Pero yo sigo siempre cayendo!”. El Señor lo sabe y siempre está dispuesto a levantarnos. Él no quiere que pensemos continuamente en nuestras caídas, sino que lo miremos a Él, que en nuestras caídas ve a hijos a los que tiene que levantar y en nuestras miserias ve a hijos a los que tiene que amar con misericordia. Hoy, en esta iglesia que se ha convertido en santuario de la misericordia en Roma, en el Domingo que veinte años atrás san Juan Pablo II dedicó a la Divina Misericordia, acojamos con confianza este mensaje. Jesús le dijo a santa Faustina: «Yo soy el amor y la misericordia misma; no existe miseria que pueda medirse con mi misericordia» (Diario, 14 septiembre 1937). En otra ocasión, la santa le dijo a Jesús, con satisfacción, que le había ofrecido toda su vida, todo lo que tenía. Pero la respuesta de Jesús la desconcertó: «Hija mía, no me has ofrecido lo que es realmente tuyo». ¿Qué cosa había retenido para sí aquella santa religiosa? Jesús le dijo amablemente: «Hija, dame tu miseria» (10 octubre 1937). También nosotros podemos preguntarnos: “¿Le he entregado mi miseria al Señor? ¿Le he mostrado mis caídas para que me levante?”. ¿O hay algo que todavía me guardo dentro? Un pecado, un remordimiento del pasado, una herida en mi interior, un rencor hacia alguien, una idea sobre una persona determinada... El Señor espera que le presentemos nuestras miserias, para hacernos descubrir su misericordia.


SILENCIO PARA DEJAR QUE JESÚS RECE EN NOSOTROS


CANTO:

COMO FUEGO VIVO SE ENCIENDE AQUÍ

UNA INMENSA FELICIDAD,

QUE YA NUNCA NADIE NOS QUITARÁ

PORQUE TÚ HAS REGRESADO.

¿QUIÉN PODRÁ IMPEDIR QUE COMPARTAS TÚ

NUESTROS PASOS AL CAMINAR?

PUES LA MUERTE YA LA HAS VENCIDO

Y NOS HAS DEVUELTO LA VIDA.


Has querido partir tu pan cuando el sol se ocultaba.

Muchos ahora te pueden ver. Eres tú, quédate aquí.


Y por siempre te mostrarás como un signo de amor.

Manos que saben compartir, pan de eternidad.


ORACIÓN FINAL TODOS JUNTOS

“Oh Señor, deseo transformarme toda en Tu misericordia y ser un vivo reflejo de Ti.

Que este supremo atributo de Dios, es decir su insondable misericordia,

pase a través de mi corazón al prójimo.

Ayúdame, oh Señor, a que mis ojos sean misericordiosos,

para que yo jamás recele o juzgue según las apariencias,

sino que busque lo bello en el alma de mi prójimo y acuda a ayudarla.

Ayúdame, oh Señor, a que mis oídos sean misericordiosos

para que tome en cuenta las necesidades de mi prójimo

y no sea indiferente a sus penas y gemidos.

Ayúdame, oh Señor, a que mi lengua sea misericordiosa

para que jamás critique a mi prójimo,

sino que tenga una palabra de consuelo y perdón para todos.

Ayúdame, oh Señor, a que mis manos sean misericordiosas y llenas de buenas obras para que sepa hacer sólo el bien a mi prójimo

y cargar sobre mí las tareas más difíciles y más penosas.

Ayúdame, oh Señor, a que mis pies sean misericordiosos

para que siempre me apresure a socorrer a mi prójimo,

dominando mi propia fatiga y mi cansancio.

Ayúdame, oh Señor, a que mi corazón sea misericordioso

para que yo sienta todos los sufrimientos de mi prójimo (...)

Que Tu misericordia, oh Señor mío, repose dentro de mí”




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