Hemos ido recorriendo las grandes etapas de la vida del Señor con la liturgia. Hoy, en el día de Pentecostés, se cumple la promesa que Cristo hizo a los Apóstoles y así culmina el misterio pascual. En el cenáculo, el mismo lugar de la Última Cena, vino la fuerza del Espíritu sobre ellos en forma de lenguas de fuego. Dios les sopló su aliento. Nos cuesta entender a veces lo que es el Espíritu Santo, la Tercera Persona de la Santísima Trinidad. Pero no es más que la comunicación de la vida interior de Cristo a través de ese soplo. Cuando Jesús se entrega y se sacrifica se expande esa fuerza interior que en Él estaba contenida, como se difunde el olor de un frasco de perfume que estalla contra el suelo.
Dios nos ha dado la vida humana, es un don. Pero no somos meramente moléculas, también tenemos un alma espiritual unida a la materia. Esa alma con la que Dios nos creó había sido herida. El Espíritu santo es el alma de nuestras almas, es nuestro santificador. Es el que posibilita la vivencia de la espiritualidad. Es el que nos permite florecer donde Dios nos ha plantado, hacer que nuestro obrar sea humilde y fecundo. La paz consiste en recibir el Espíritu Santo, y no en solucionar nuestros problemas externos como Dios no liberó de persecuciones a los Apóstoles. Como dice el Papa Francisco, el Espíritu Santo es esa paz que no libera de los problemas sino en los problemas. Él es el garante de la verdadera paz.
Abramos, en esta celebración de Pentecostés, las puestas de nuestro corazón de par en par a Cristo para que nos transforme y nos conceda la libertad interior.
Carmen Palomino Cano, Mota del Cuervo, Cuenca
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